El muchacho encima del bus

por STEVE SHEPPARD, el 3 de marzo de 2013

Nicaragua es un país lleno de maravillas para los viajeros. La belleza natural no tiene fin, no importa cuantas veces uno tiene el placer de disfrutarla. La historia es tanto encantadora como inolvidable; es un pasado de gran belleza cultural, espiritualidad y perseverancia. Pero el activo verdadero de un país es su gente, por supuesto, y me siento notablemente bendecido por tener las oportunidades de conocer a muchos nicaragüenses. Quisiera conocer a aun más nicaragüenses. Sobre todo, los niños y las niñas. Como el padre de hijos adoptivos, no es tan difícil visualizar a cualquiera de esos bellos niños nicaragüenses como los míos.

Por lo tanto tal vez no fue tan inusual para mí pensar largo y duro sobre un muchacho que vi durante mi viaje en enero. Lo vi, literalmente, encima de un bus. Viajábamos sobre una carretera en construcción, una que urgentemente necesitaba el maquillaje. La profundidad de algunos de los baches y los surcos de esta carretera se podría medir más fácilmente en pies que en pulgadas, y viajar por ella fue un proceso lento aun sin el trabajo de la construcción. El bus se encaminaba directamente delante de nosotros, tirando a sus pasajeros arriba y abajo con cada rebote de la carretera, parándose de repente con cada interrupción de la construcción, en su desesperada búsqueda de terreno plano. Y parado encima del bus amarillo dando sacudidas estaba este muchacho.

Cada vez que el controlador del tráfico nos paró con una bandera roja, el muchacho se bajo corriendo de la parte trasera del bus para poder platicar con los trabajadores de la construcción u otra gente que miraba el proceso de la construcción. Parecía que él conocía a todos a lo largo de la ruta. Riéndose y entablando payasadas aparentemente con cualquier persona que le correspondía, parecía la encarnación de esa mezcla animada de energía y entusiasmo que tanto identifica a los jóvenes de 16 años. Tan pronto como el bus reiniciaba su viaje, el muchacho corría a la parte trasera del bus y subía de regreso al techo, como un vaquero a horcajadas sobre un enorme toro meciéndose. Rara vez se sentaba o se arrodillaba. Ni se agarraba a algo para estabilizarse. Su mensaje a todos que podían ver era que había conquistado al bus para montarlo a su propia manera. Con cada brinco nuevo de la carretera, esperaba verlo catapultado del techo al suelo. Pero su montura nunca le superó, un hecho que a lo mejor aportó a la anchura de su sonrisa al navegar nosotros la zona de la construcción.  Tanto Marcos como yo comentábamos sobre su riesgo, la percepción de su invulnerabilidad, el peligro de un chorro de adrenalina como este, y a lo mejor agregamos uno o dos gestos de resignación con la cabeza. Fue peligroso, imprudente y emocionante de mirar, todo a la vez.

En el momento me preguntaba si el muchacho puede representar un tipo de “hombre cualquiera” joven nicaragüense. O sea, aquí estaba, claramente un joven, en la profundidad del campo, yendo a quien-sabe-donde en el bus, aparentemente despreocupado y tal vez sin responsabilidades, fuera de la escuela, y tal vez con poco o ningún trabajo que exigía su atención. Pensé para mí mismo que, sean correctas o no mis atribuciones, este puede ser un perfil de muchos muchachos de Nicaragua: una persona llena de vida y vivacidad, con un potencial indecible e intocado, un cipote quien posiblemente tenga la llave de abrir décadas de empobrecimiento y daño económico, o posiblemente descubrir el remedio de alguna enfermedad mortal. Al verlo divertirse encima de ese bus, me imaginaba que posiblemente tenía el coraje y la visión de poder aguantar viajes agitados de una clase importante. Pero también reconocí que probablemente tendría pocas oportunidades en la vida de realizar esas posibilidades, que como tantos muchachos no-educados o sub-educados de Nicaragua, el potencial tendría pocas oportunidades de prosperar. Andar encima del bus podría ser el evento más emocionante y notable de una vida entera. Reflexioné así por casi una hora, por mucho tiempo después de que nos habíamos adelantado al bus con el muchacho encima.

Mi impresión de ese muchacho ha regresado a mi mente varias veces desde enero. Siempre empiezo recordando su aire de inmortalidad, su creencia completa de su capacidad de aguantar cada una y todas las sacudidas que el bus encontraba. Después siempre reflexiono sobre el potencial desaprovechado que él encarna. Pero con tiempo, he cambiado mi entendimiento de lo que él significa para mí, a alguien más profundamente representativo no solamente de la juventud nicaragüense desfavorecida del campo, sino de una base más amplia de la humanidad. He llegado a verme a mi mismo sobre ese bus, junto con cada otra persona sobre la faz de esta tierra. Resulta que todos nosotros estamos viajando sobre esa carretera llena de baches, tratando de mantener nuestro equilibrio frente a los surcos y huecos al mostrar nuestro desprecio por sus consecuencias. Vivimos como si pudiéramos ser inmortales, sin fin, y con esa actitud perdimos las oportunidades que están absolutamente dentro de nuestro poder de alcanzar. Las oportunidades perdidas de una vida joven no son diferentes, ni en términos de contenido ni en términos de importancia, que la administración inefectiva de nuestras propias vidas.

Cuando no somos suficientemente cuidadosos, pensativos, las visiones miopes pueden conducirnos siempre a conclusiones con aires de superioridad sobre las personas que nunca conocimos, al cegarnos a la realidad de nuestra propia condición. Me encuentro a mí mismo gozando con la memoria del muchacho encima del bus, también esperanzado que se llegue a su destino seguro y provechosamente. Y es la misma esperanza y visión ferviente que tengo para el resto de nosotros, quienes a veces ni estamos conscientes de que el bus ha salido de la estación…

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