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Cuando cumpla sesenta y cuatro

Por STEVE SHEPPARD el 12 de enero de 2013

“When I get older, losing my hair, Many years from now…. Will you still need me, will you still feed me, when I’m sixty-four?”

“Cuando yo sea más viejo, perdiendo el pelo, dentro de muchos años… ¿Todavía me necesitarás?, ¿todavía me alimentarás, cuando tenga sesenta y cuatro?”

Los Beatles grabaron una canción en 1966 que se llamó “When I´m Sixty-Four” una melodía caprichosa cantada por un joven a su novia, un interrogante sobre su vida en el futuro. La canción también es una graciosa referencia a la brecha generacional, al intentar imaginarse la vida a esa edad muy madura. La historia dice que Paul McCartney escribió la canción a una edad muy joven, y cuando su papá iba a cumplir sesenta y cuatro años. Cualquier persona de mi generación, al escuchar la canción allá en los años 1960s, teníamos poca curiosidad de pensar en llegar a la edad de sesenta y cuatro, una edad que nos parecía tan antigua como el sistema planetario. Para un adolescente, imaginarse la vida a tal edad tan avanzada fue un poco cómo imaginarse la vida en la luna: era lejana, de otro mundo, e improbable. Pero de repente estoy en el umbral de cumplir sesenta y cuatro.

No es un cataclismo, ni un hito muy importante. O sea, todavía tengo empleo en un papel que aprecio, tengo buena salud, estoy activo físicamente y mentalmente, con una esposa a quien amo muy profundamente todavía, con cuatro hijos crecidos quienes me llaman y visitan. No parece que la vida se me está menguando. Sin embargo, según las estadísticas, ya estoy bastante dentro de la última cuarta parte de mi vida. Entonces la melodía de los Beatles me ha dado a pensar sobre cualesquier impactos que pueda haber creado hasta la fecha, sean buenos o sean malos, a contemplar los logros que me quedan adelante, y a preguntarme en voz alta si mi existencia ha demostrado una buena administración de la vida con la cual he sido bendecido. Es una ejercicio tenue, nacido tanto de una necesidad de afirmación, como de una evasión de miedos: espero dejar buenas huellas, pero temeroso que no lo haré.

Sospecho que las misma incertidumbres se remueven dentro de muchos de nosotros. Nos han dicho otras personas que, por solamente hacernos las preguntas demostramos nuestra conciencia de una obligación de administración, que por sí mismo puede asegurar el alto carácter de nuestro paso por este mundo. No tengo mucha confianza sobre esa conclusión. Las preguntas son un buen comienzo, pero un final incompleto. Entonces sigo buscando ese “boletín de notas” para informarme si estoy aprobando esta clase de administración que se llama la vida. Y tengo la preocupación que la prueba no se va a evaluar poniendo las notas en una curva, sino, según una medida más absoluta. Reviso las notas de mi vida, incluyendo mi lista de las 10 principales medidas de responsabilidad administrativa, y veo temas como la honestidad, la generosidad, el respeto hacia otras personas, el ambientalismo, la conservación, el aprendizaje de toda la vida, la espiritualidad, el cuido de mi ser físico. Quisiera saber el contenido del examen para cada uno de estos elementos. ¿Ya tomé el examen?

“Déme su respuesta, llene un formulario…”

 

Un autor de gerencia Peter Block, escribió un libro sobre la administración hace varios años (1993) que se llama El Servicio Como Estilo de Management: Stewardship[1]. Todavía es uno de los mejores escritos sobre el tema que he encontrado jamás, y una parte de esa obra se queda en mi conciencia aún hoy, veinte años después de mi lectura original, y muchos años después de terminar mis papeles de gerencia corporativa. Block describe stewardship como “escoger el servicio sobre el interés propio, y crear la redistribución de poder, metas y riqueza.” O sea, Block sugirió que en la búsqueda de hacerse hábil en stewardship (en este caso, el fortalecimiento organizativo), la clave se encontraría en el ascenso de los otros.

Casi en el mismo momento, Robert Greenleaf estuvo enseñando un pensamiento muy parecido en su folleto paradójico The Servant as Leader. “El líder servicial asegura que se responda a las necesidades más prioritarias de otras personas. La mejor prueba, y la más difícil de aplicar, es: ¿crecen como personas la gente que se atiende? Al ser atendidas, se hacen más sanas, más sabias, más libres más autónomas, tienden más a ser serviciales? ¿Y cuál es el efecto sobre los menos privilegiados de la sociedad? Se benefician, o, por lo menos, no terminan siendo privados aún más?” Las palabras de ambos autores me abrieron perspectivas de pensamiento que dramáticamente impactaron mi comportamiento, tanto en mi trabajo, como en mi vida personal. Pero todavía me pregunto si al fin y al cabo me hicieron un mejor administrador. Me hubiera gustado estudiar más para el examen.

“Trabajando en el huerto, sacando la maleza, ¿Qué más que se podría pedir?”

Entonces al acercarme más al cumpleaños mítico de sesenta y cuatro de McCartney, aprecio la vida que ha evolucionado con los años, por declarar que yo soy, de hecho, el hombre más afortunado del mundo. De veras lo creo. Pero aunque suene muy bendecido, sencillamente aumenta mi auto-reflexión sobre lo que es la buena administración. ¿Puede uno ser verdaderamente un buen administrador, mientras se siente a la vez las buenas fortunas de un hombre dichoso? Tal vez voy a entender la respuesta en algún momento del año venidero, cuando cumpla sesenta cuatro…



[1] La palabra en inglés significa más que solamente “administración” sino tiene una connotación  fuerte de responsabilidad social,  o sea no solamente administrar, sino cuidar, hacer crecer, actuar responsablemente con su “cargo”.

La Riqueza del campesinado

por STEVE SHEPPARD, el 14 de noviembre de 2012

En cierto sentido, es completamente apropiado que la Fundación Vientos de Paz asuma el campo de la educación como una de sus prioridades, ya que aprendimos mucho de nuestros intercambios con las poblaciones rurales en Nicaragua. Cada visita me ha abierto a perspectivas que  a lo mejor nunca hubiera conocido si no fuera por las visitas con un amplio rango de “profesores” nicaragüenses. En algunos casos, creo que estos educadores se dan cuenta que están enseñando al “gringo” algo nuevo; en otros casos, el momento de enseñanza puede pasar sin reconocimiento del impacto o significado. En ambos casos, he sido el beneficiario de lecciones que tienen el valor de un título pos-grado dadas por unos profesores increíbles. Una de dichas lecciones salió hace un par de semanas en el último día de un taller de dos días con los socios y las socias de unas cooperativas de café.

El proceso de los talleres – facilitados por los investigadores René Mendoza y Edgar Fernández – ha sido relatado en este blog anteriormente. Los talleres buscan crear entendimientos nuevos y alianzas entre los y las participantes en la cadena de la producción y comercialización de café dentro de un territorio específico. Se comparte información técnica valiosa, pero se da a los y las participantes una amplia oportunidad de ser elocuente sobre los otros factores que juegan un papel en el éxito o fracaso de los y las productoras rurales. Ellas/os abordan temas como su fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas estratégicas. Hablan sobre los obstáculos políticos y culturales que bloquean su avance. En esta ocasión también explicitaron docenas de mitos – suposiciones consideradas verdades por muchas personas, pero de hecho son falsas – cuya aceptación frecuentemente obstaculiza cambios positivos.

La lista elaborada por los y las participantes fue larga e impresionante por su envergadura; anotaciones llenando grandes hojas de papelógrafo cubriendo dos paredes de la sala, casi rodeándonos a todos con ficciones tan diversas como los y las participantes mismos. Es realmente asombroso lo que nos permitimos creer. Entre las 115 frases, se destacó una para mi: “Dios hizo a los ricos y a los pobres, y él me hizo pobre.”

Paré mi lectura de la lista de los mitos por unos momentos cuando llegué a éste. De todas las no-verdades y tergiversaciones sobre la pared, ésta me chocó como la más notoria desde varias perspectivas: invocó la presencia de Dios como una entidad que deliberadamente destinó a estas personas a ser pobres; que según el juicio de Dios, nunca dejarán de ser pobres; que su pobreza es irreversible; que por algunas razones caprichosas, la pobreza de los campesinos sencillamente “así tiene que ser”, mientras que se dispuso que los ricos vivieran cómodamente. Las consecuencias de solamente este mito contenía suficiente derrota y dolor para mantener a las familias rurales humildes en su lugar para siempre. El mismo significaba una finalidad que eliminaba todo sentido de esperanza en el futuro, la única cuerda de salvamento a la cual todas las personas tienen que aferrarse si tienen la posibilidad de vislumbrar un futuro. La buena noticia es que los y las participantes lo habían reconocido como la mentira que es. La noticia triste es que a lo mejor hay muchas más personas en el campo a las cuales esta idea parece un verdad.

Tomé mi lugar alrededor la mesa del taller, y por dos días escuché a los y las presentadores y participantes imaginarse los futuros. El diálogo creó un ambiente de esperanza dentro del cual los y las participantes podían reflexionar, por lo menos por un rato, sobre una mejor manera de existencia, y ofrecer las razones por su optimismo.  Sus ideas, planes y risa se combinaron para formar un antídoto al mito aleccionador que había leído antes. Pero, como si fuera para no dejar ninguna duda en la mente de todos sobre tal determinación, Don Edmundo, el presidente de una de las cooperativas participantes, tomó la palabra y ofreció una revocación aún más fuerte del mito de mi atención. “No somos pobres,” propuso, “tenemos una abundancia de muchas cosas. Somos ricos.”

Ahora, he escuchado muchas cosas valientes en Nicaragua. He observado muchas personas valientes, quienes han resistido quebrarse bajo el yugo de la pobreza extrema que han aguantado. Hay un sinnúmero de historias de coraje personal de campesinos rurales, sencillamente tratando de sobrevivir casi un aluvión sin fin de injusticias, desastres naturales y desgracias hechas por el hombre. Pero fue la primera vez que había escuchado alguien del campo empobrecido pregonar la riqueza como parte de su patrimonio. Don Edmundo seguía enumerando las fuentes de la riqueza que respaldaron su afirmación: la familia, la comunidad, la tierra, la comunión con la naturaleza, y la creencia en el mismo Dios implicado en la injusticia caprichosa del mito.  Detalló estos regalos como si calculara el tesoro de un cámara de seguridad, pesando cada talento en sus palabras como si fueran onzas de oro, pero aún más precioso.

No estoy seguro como sus compañeros y compañeras se sentían sobre su pronunciamiento. Habían personas asintiendo con la cabeza, pero quien sabe si las afirmaciones fueron un reconocimiento de la realidad, o una muestra de cortesía hacia él. Es posible que algunas personas reconocieron la misma verdad que yo escuché.  Esa verdad no tenía mucho que ver con las riquezas como nosotros en el occidente hemos aprendido a entenderlas. No abordó la capacidad romantizada de los pobres de pensar que lo poco que tienen es más de lo que realmente es. La verdad hablada en esa aula reveló que dentro de la profundidad de cada uno de nosotros, hay un anhelo y el instinto de haber creado algo de valor, de haber luchado por una medida de dignidad con nuestras vidas, y de haber logrado algo de eso. Esto no disminuye el dolor, la ansiedad ni la soledad de los pobres, pero puede dejar la verdad menos oculta para ellos que para aquellos cuyas vidas estén llenas con las distracciones de las riquezas al estilo occidental.

En un giro irónico, los empobrecidos y marginados pueden vivir más de cerca al entendimiento de esa verdad que el resto de la gente, y allí se coloca una porción de la riqueza del campesinado…

El Secreto de la Sabiduría

La semana pasada pasé un rato con el fundador de la Fundación Vientos de Paz, Harold Nielsen. Como siempre, conversamos sobre muchas cosas: lo que está pasando en Nicaragua, el estado de la economía mundial, el avance de varias iniciativas de la fundación, las campañas presidenciales en los EEUU, y varias cosas más. A lo mejor no parece inusual que dos personas conversen sobre tales temas, pero siempre considero las pláticas con Harold como unas oportunidades únicas para aprender, ya que él tiene 96 años. La amplitud de sus experiencias y perspectivas se hace más valiosa cada día, y su entendimiento del mundo y del comportamiento humano dentro de ese mundo son lecciones llenas de perspicacia. Cuando he tenido la dicha de sentarme con Harold y entrar en tales discusiones, me encuentro especulando sobre de donde consiguió Harold tanta sabiduría. Me hizo pensar que pocas veces buscamos la sabiduría de nuestros ciudadanos más experimentados en los EEUU. Con demasiada frecuencia consideramos que nuestros ancianos son anticuados, irrelevantes, fuera del contacto con los asuntos del mundo moderno. Es una lástima, porque hay mucho que necesitamos aprender, y muchas veces ellos son justamente las personas que nos pueden enseñar.

 

Harold compartió conmigo varias perspectivas que merecen reflexión y consideración. Pero lo más valioso no fue lo que propuso, sino algo que me preguntó. (Para Harold, no es inusual que me lleva a entender algo nuevo por medio de una pregunta en vez de la afirmación de una opinión). Estuvimos platicando sobre nuestra iniciativa en el campo de la educación en Nicaragua, cuando, de repente, él cambió el tema. Me pidió describir como fue mi experiencia de ser su empleado a través de los años, cuáles fueron sus fortalezas y debilidades, qué podría hacer en el futuro para ser un mejor líder, mentor e influencia y cómo podría mejorar su capacidad de ver esas características en otras personas.

 

Me sorprendió por varias razones. Primero, no esperaba una pregunta que exigía una respuesta tan personal, tan franca. Segundo, aunque Harold y yo hemos trabajado más como colaboradores que como empleado-empleador en los últimos años, mi respuesta me demandó pensar y recordar sus papeles anteriores en mi vida, cuando él fue el dueño de la empresa, el ejecutivo, el patrón de la fundación, y yo fui su empleado. Tercero, de todas mis experiencias laborales, Harold resultó ser por mucho el “patrón” más fácil y efectivo de todos; analizar sus debilidades y áreas en las que podía mejorar nunca se me ocurrió. Generalmente nunca me faltan las palabras, pero sus preguntas me dejaron mudo por el momento, mientras traté de formular una respuesta que fuera honesta y útil. Desafortunadamente, dudo que le haya ofrecido a él algo que él considerara beneficioso.

 

Mucho más tarde, todavía estuve pensando sobre esas preguntas, y me preguntaba a mí mismo por qué seguían ocupando mi atención. Durante mi carrera gerencial me hicieron las mismas preguntas muchas veces, pero nunca antes me tomaron con el mismo nivel de sorpresa como en ese momento. La diferencia fue que la pregunta me la hizo un hombre de 96 años, quien todavía busca aprender sobre sí mismo, todavía aspira a aprender más sobre su relación con otras personas, todavía quiere saber como puede hacerse más capaz de vivir, a una edad cuando la mayor parte de la gente ya han dejado de vivir, mucho menos que se hacen preguntas agudas e introspectivas. Lo que me sorprendió fue el reconocimiento de que sus preguntas revelaron la fuente de la sabiduría que he respetado por todos estos años.  Esa fuente fue la sed eterna de aprender que Harold tiene, una curiosidad sin fin sobre sí mismo, sobre las otras personas y el mundo que nos rodea.

 

Mucho más que simplemente un atributo de los avanzados de edad, la sabiduría verdadera se cultiva en el afán continuo de preguntar y entender, no solamente para su propia mejoría, sino para su aplicación a las circunstancias del mundo entero. La sabiduría rechaza la idea de jubilación de cualquier tipo, no da cabida a retirarse, prohibiéndonos de parar el flujo de la curiosidad natural que empujó las versiones más jóvenes de nosotros. Las respuestas a los retos contemporáneos que enfrenta la juventud de hoy a lo mejor se pueden descubrir en las curiosidades de sus ancianos; resultado de una vida entera de búsqueda. Y nosotros en medio de los dos grupos estamos mejor posicionados que el resto para beneficiarnos de ellos, si nos permitimos darnos cuenta de eso. A lo mejor todo esto es bien conocido por sicólogos y gerontólogos, pero es una observación nueva para mí.

 

¿Cómo puede un hombre de 96 años esperar cambiar la manera en que es percibido por otras personas, la manera en que se relaciona con otras personas, el nivel de su impacto positivo sobre ellos? No estoy claro sobre la respuesta, pero me encanta la pregunta. Y posiblemente sin darme cuenta comprobé un secreto hacia la sabiduría verdadera…